Allá abajo
( Capítulo 18 )
Ordoñez llegó atacado por lo de los cancerígenos de la carne. Dijo durante el café de la mañana, que con eso, sumado a los ácidos saturados y los transgenicos, ya era prácticamente nada lo que se podía comer con tranquilidad.
A mi no me dejaba de llamar la atención lo obstinado que estaba Ordoñez en prolongar la vida, siendo la vejez una etapa tan hostil con el cuerpo y estando a la vez tan poco preparados como sociedad para enfrentarla. Guiñez llegó contando la última vez, que le dolía todo y que la artrosis le hace cada vez más compleja la sencilla tarea de vestirse.
Mi abuela, vivió hasta los noventa, pero los últimos años estuvo postrada, desnutrida e incapaz de articular una sola palabra coherente. Los veinte anteriores, después de la muerte de mi abuelo, fueron sumidos en una miseria que se acentuó día tras día. Me tocó ver a mi padre de cincuenta años hacerse cargo de ella y sacrificar en su prolongada agonía, diez de los años en los que debió haber disfrutado de los frutos de su propio esfuerzo.
Sin sentir en absoluto desprecio por la vida, todos los recuerdos que tenía yo de mi querida abuela, eran de su larga y triste agonía y a menudo me cuestionaba el sentido que tuvo haber mantenido funcionando su humanidad por un tiempo tan prolongado como jugando a las escondidas con la muerte, que finalmente, tal y como parte del juego terminó por encontrarla.
Respondí un obvio "si" a la propuesta de Mariana. Los detalles estaban demás. Como a ella no le gustaba que se sospechara de lo nuestro, teníamos desde hacía tiempo, un acabado y discreto método para encontrarnos dos calles hacia arriba en un pasaje no muy transitado. Eso siempre y cuando la propuesta fuese para almorzar. De tarde, y dado que el primero era colonizado por trabajadoras del comercio sexual Santiaguino, el punto de encuentro se trasladaba dos estaciones de tren en dirección al oriente, justo a la salida de un café en el que habíamos tenido nuestra primera conversación. A pesar de no haberlo efectuado hacía ya tiempo, el método estratégico engranaba como recién aceitado y jamás hubo espera o confusión.
Estaba estratégicamente diseñado para reducir al mínimo la posibilidad de encontrarse con alguien de la oficina. Al menos hasta ese día.
Cinco para la una, camino desde mi escritorio hasta el perchero y tomo mi chaqueta. Miro de reojo al escritorio hacia mi derecha en donde Mariana levanta el teléfono y lo cuelga con lo que doy por recibida mi señal. Dos minutos después salgo por la salida norte de la galería en dirección a huérfanos. Tres minutos mas tarde ya estoy en el lugar. Ella dobla la esquina siempre cerca de medio minuto detrás de mis pasos. Ésta vez me pareció ver a Avilés que salía en la misma dirección. Nos tropezamos en el perchero y ninguno de los dos supo que decir. Durante la caminata no quise voltear la mirada para no despertar más sospechas. Podía ser perfecta coincidencia que caminaramos ambos en la misma dirección saliendo de la galería. El lugar de encuentro tenía una particularidad que en la mayoría de las veces resultaba favorable. Esperando en la esquina uno quedaba detrás de un quiosco prácticamente invisible al que venía al encuentro. Ese día al llegar al lugar, me encontré de frente a Sebastian D'Aguirre que igual de sorprendido que yo no pudo ocultar su nerviosismo y sin saludar, a pesar del evidente contacto visual, inicio su marcha apurada hacia la vereda del frente. D'Aguirre nunca fue muy preocupado por su apariencia. Sin contar el matrimonio de su hijo, fueron contadas las ocasiones en las que se lo vio llegar con la camisa completamente dentro del pantalón o con los zapatos lustrados. Ese día sin embargo llevaba terno, pañuelo asomado y una rosa roja envuelta en papel transparente con una cinta de raso negro que mantenía el conjunto. Exactos treinta segundos más tarde y para mi sorpresa, protagonice un segundo pero igualmente incómodo encuentro con Avilés que desde luego fingió sorpresa y preguntó que me había llevado a ese lugar. Ante la sorpresa de la pregunta y sin que hubiese pensado jamás en encontrar a alguien mas de la oficina que no fuese Mariana, y aun cuando lógicamente yo debí haber inventado cualquier excusa de los tantos motivos probables que me podrían haber llevado al lugar dije torpemente -vine a juntarme con una amiga que no es del trabajo. Era claro que con lo básico de mi respuesta no logre convencer a nadie de su veracidad y por suerte Mariana, que para esos imprevistos suele ser más astuta que yo, siguió de largo y el encuentro paso desapercibido. Dos cuadras más tarde logré conectar con ella y mientras caminábamos me contó que había visto desde lejos al directorio muy elegante con una rosa en la mano y que seguro esperaba a Tania, la colorina del frente. Que sabía de buena fuente que venían desde hace algún tiempo teniendo encuentros fortuitos en horas de almuerzo de los días en que él no estaba en la oficina.
Mariana explotó en comentarios. A parte de lo del directorio, que para esas alturas ya tenía nivel de rumor, me habló de su hermana, de la nueva relación de su madre y de que planeaba acompañar a Avilés en su próximo viaje a Buenos Aires. Parecía que todo ese tiempo sin hablarnos había hecho acumularse en ella toda esa complicidad de los temas que sólo tratábamos juntos. Yo que para esas fechas también había acumulado más de algún sentimiento, le confesé de que su escote me había permitido prestar sólo atención parcial a sus relatos y que dado todo el tiempo transcurrido desde nuestro último encuentro, me sentía confundido y ya no podía afirmar con tanta precisión cual de sus pechos era el más pequeño. Lo que por cierto fue falso. Aunque igualmente hermosos, yo recordaba perfecto que el izquierdo era notoriamente más pequeño que el derecho. Recordaba también la textura de sus pezones rosados y hasta podría haber precisado el sabor que tomaba su piel, los días en que su dieta era mas condimentada.
Mariana no tenía un cuerpo exuberante, pero yo muchas veces me plantee que parecía haber sido concebido para dar por completo con mi gusto. Sus pechos eran pequeños, sus caderas no muy anchas y sus piernas alargadas completaban una delicada delgadez que sin embargo sabía llevar con mucha gracia una vez que se lo proponía. Su rostro eso si, era acreedor de una de las bellezas más sublimes jamás vistas, que se acentuaba al extremo cuando su sonrisa coincidía con un rayo de luz de la tarde. Eso aquella tarde pasó tres veces.
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