El viernes por cuarta vez en la semana, me tope a Tania. Secretaria de una empresa de ventas telefónicas ubicada en la misma galería donde quedaba Romano, Tania era la colorina más cotizada del sector. De unos cuarenta y cinco muy bien tenidos, no muy alta, a pesar de tres embarazos, mantenía, a punta de aeróbicos, una figura que despertaba la envidia de muchas incluso menores que ella.
Gracias a Fernando Uribe, un compañero del colegio de infancia, a quien le tuve mucho aprecio y del que no volví a saber, yo tenía cierta fijación por las colorinas. El decía que como había pocas, era de buena suerte besarse con una. A Uribe le perdí la pista luego de que, en sexto año, lo cambiaran de colegio después de un confuso incidente con un cura, que por cierto, también era colorin. Su obsesión sin embargo, llevó a que yo comenzara a fijarme en ellas, particularmente en las que tenían pecas, que solían adornar pómulos y nariz. Tania no era excepción a la regla, además de unas sutiles manchitas muy bien puestas en su dorso nasal, tenía también decorados hombros y espalda, que solía llevar descubiertos los días más tibios. Nuestra relación consistía en un coqueteo mutuo sin intercambio verbal cada vez que nos topabamos cerca del trabajo. Mariana también la conocía, pero no se llevaban. Por algun motivo que nunca quizo aclarar, jamás se miraron de muy buena manera.
En un lugar sobre poblado de hombres, la colorina era presa a diario de cientos de piropos mentales evidenciados por miradas poco discretas que muchas veces también incluyeron las mías. Esto a ella parecía encantarle y lejos de sentirse acosada, varias veces me pareció verla acentuar aún más el movimiento de sus caderas cuando caminaba y sonreír como si supiera perfecto cuántos y quiénes éramos los que la estábamos observando.
Hoy por la tarde hubo reunión del sindicato. A mi me costaba un poco adherir a este tipo de instancias. En una jugada brillante, don Sebastian había autorizado las reuniones sindicales, pero también daba la alternativa de irse a casa, lo que significaba en concreto una hora menos de trabajo y con ello, una competencia despiadada por el cuorum de las reuniones. Como resultado de lo anterior, el "trucha" Rodriguez, que a causa del estrés en su rol como presidente de sindicato, había visto aumentar de manera preocupante el estrabismo divergente de su ojo derecho, escasamente lograba obtener cuorum suficiente como para que alguna de las demandas fuese escuchada por el directorio y solía presidir escuálidas reuniones ante unos pocos y molestos transportistas , que para su mayor desgracia lo culpaban a él de no poder mejorar sus condiciones laborales. Rodriguez tenía cinco hijos, era camionero y llevaba quince años ganado odios en el sindicato. Con Lestat habíamos comenzado a pensar de que la sonrisa bajo el mostacho frondoso de Rodriguez era compulsiva y probablemente también derivada del estrés, porque con todo lo ingrato de su labor, resultaba muy difícil de entender como el tipo podía seguir levantándose y llegar cada mañana mostrando los dientes.
Esta vez con la colorina si hubo intercambio verbal. Escaso, pero lo hubo. Con Mariana la cosa no mostraba avances y así como se veía el panorama, concentrarme únicamente en eso, era tendencia clara hacia mi frustración inmediata.
Entonces, después de un retraso descarado en mi camino hacia la fila del almuerzo, logré concertar una reunión casual mientras esperábamos y sin pensarlo mucho pronuncié la siguiente frase. -tu trabajas por acá ¿cierto?. Tengo claro que no fui para nada original en mi acercamiento. Llevábamos cerca de un año intercambiando miradas y además yo sabia perfecto que trabajaba en la oficina frente a la mía, que se llamaba Tania, que era casada y que tenía tres hijos, pero dada mi poca experiencia en la cancha inmediata, no logre pensar en ninguna otra cosa. Para suerte mía y gracias a que el ambiente era repletado en ese momento por ruido de platos, vasos, cubiertos y gente, que deben ser de los ruidos más ensordecedores, Tania no me escuchó y mi avanzada pasó inadvertida para ella. No así para Sagredo, que frente a mi atrevido descaro, me lanzó una de esas miradas con los ojos tan abiertos que cualquiera habria pensado en algun desorden tiroideo. Lástima no haber tenido una cámara a la mano.
El segundo intento no fue menos nefasto. En los instantes que duró una breve caminata con la bandeja, se me ocurrió un abordaje mucho más frontal. Iría hasta su mesa, me sentaría al frente, la miraría a los ojos y le diría: -no he podido dejar de mirarte desde que te vi en la fila, ¿me puedo sentar contigo? Es claro que era igualmente deshonesto que el frustrado anterior intento, pero tenia más posibilidades de que resultara en una conversación más directa. El plan no siguió el curso previsto. Una vez que estuve en el lugar y me acerqué a la mesa donde estaba sentada advertí que había tres puestos desocupados frente al suyo y aunque estuve tentado de una ofensiva un tanto más discreta que consistía en sentarme en uno de los puestos que la miraba en diagonal, me pare en frente y pregunté con una voz más temblorosa a la que había tenido en mi fantasía previa: -¿está ocupado aquí? A lo que ella respondió concretamente con un -si. Era obvio que frente a una situación así y con tal resguardar mi dignidad, yo tendría que haber dado vuelta la cara, hacer una muesca como que hubiese visto a alguien conocido e ir a sentarme en alguna mesa fuera del alcance de la vista de Tania, pero contrario a eso, tomé una de las sillas laterales al puesto consultado y antes de que me sentara, ella volvió a levantar la vista y dijo -disculpa, también ese. Derrotado y fuera de toda actitud lógica y ya casi sin hambre, me senté dos puestos más allá. Para mi sorpresa y una vez que, desmoralizado y cabizbajo me disponía a comenzar con mi almuerzo, Tania tomó su bandeja, se corrió dos puestos hacia su izquierda, se sentó frente al mío y con su cara llena de risa, estiró su mano por sobre la mesa y dijo: -mucho gusto, Tania.
Era claro que la cotizada colorina tenía bastante más experiencia que yo en este tipo de asuntos y aunque me tomo por sorpresa fue un alivio a toda la tensión que venía acumulando los minutos previos.
Luego de un rato, ambos nos habíamos sincerado. Yo confesé que conocía su nombre, donde trabajaba y que sabía de su actual estado civil y de sus tres hijos. Ella me confió que si había escuchado el primer intento de hablarle en la fila y que a pesar de que estaba acostumbrada a rechazar este tipo de abordajes, le había parecido tierno mi evidente nerviosismo al acercarme.
De vuelta en la oficina le conté a Lestat de mi osadía no sin hacer los ajustes a la historia como para no quedar tan mal parado en mi fase de galán. Había detalles irrelevantes que no era necesario mencionar. Lestat, que para esas cosas resultaba ser un gran observador de la vida, me hizo ver varios detalles sobre mi última "conquista"
-Lo bueno de una mujer en su cuarta década es que se puede ir directo al grano. No tienes que regalar flores, invitar a comer ni prometer nada.
En efecto, yo creo que la colorina se daba cuenta de que lo que yo buscaba era sexo casual o una "aventura" que como término suena menos violento. No obstante igual me aconsejó utilizar frases protocolares como "me sorprende ponerme tan nervioso" a lo que ella probablemente respondería con un "es la primera vez que hago esto" o "por lo general no soy tan fácil".
El día que elegí para la aventura fue lunes que por lo general D'Aguirre no estaba, lo que me permitía llegar un poco más tarde de vuelta del almuerzo.
Para concertar la cita con Tania espere hasta las once. Sabía perfectamente desde las ocho, que era lo que quería escribirle. Un mensaje discreto pero directo, claro que a esa hora de la mañana habría parecido un tanto desesperado. -¿almorzamos juntos en un lugar más tranquilo?
Dude por largo rato en sí incluir o no al final de la frase, una de esas caritas con un guiño que se usan ahora en los mensajes de texto, que habría reforzado en su justa medida el mensaje implícito de que mi idea de almorzar estaba lejos del concepto de alimentarse, pero finalmente la omiti pensando en que podría haberlo encontrardo demasiado infantil.
Mensaje enviado. A las once treinta y cinco, un sobre blanco con el membrete de la firma sobre mi escritorio. Yo no me consideraba un tipo desafortunado pero me sorprendía de como a veces las coincidencias podían ocurrir organizadamente de una manera tan desconcertante. Claramente el sobre blanco no contenía la respuesta de la colorina después de treinta minutos de espera. Esta vez a pesar de que había membrete, supe perfecto de que se trataba. Papel engomado, dos palabras en su cara libre entre signos de pregunta. ¿Almorzamos juntos?
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