¿No vino con su marido está vez? preguntó extrañado el odontólogo, -no doctor, respondió la mujer, mi marido nos dejó, añadió luego de una pausa nerviosa. Dos minutos antes, el odontólogo había echado un vistazo a su listado de pacientes de aquella mañana percatadose de que su paciente de las diez, la que acababa de entrar sin su marido, llevaba corridos diez minutos de retraso. Movió el puntero del ratón sobre el recuadro en la parte superior izquierda, ese que dice "registrar inasistencia" en la agenda electrónica, sistema insuficiente si los hay, pero que no exista otra herramienta más a que echar mano en consultorios públicos, ni tampoco es de él la decisión, por mucho que no le guste, aquí es un empleado nada más y sus preferencias aquí no cuentan, pasado el tiempo en que fueron amos y señores venerados en sus consultas, que hoy habría que darse un una piedra en el pecho o en los dientes, si se quiere un término más pertinente, por tener remuneración fija mes a mes, que ya la cosa no está tan buena y peor aún con tanto extrajero -aún son diez y no quince, pensó. La prudencia y el respeto mandan en estos casos esperar un cuarto de hora pasada la citación, para asumir que el paciente no vendrá y recurrir al preciado botón en la parte superior izquierda que da por asumido el hecho y con ello ofrece quince valiosos minutos para dedicar al ocio productivo, llámese ir por un café, leer un par de páginas de un libro , elegir y escuchar algo de música o simplemente cerrar los ojos y hacer una pausa. Realmente, los minutos libres, que se dice de libre disposición, en caso de faltar un paciente son en número de treinta, sin embargo los quince primeros son cuestionables en lo que a descanso se refiere por llevar a ellos implícitos el estrés y la incertidumbre de la cuenta regresiva. Siempre existe la posibilidad de que el paciente aparezca en el minuto diez por ejemplo, o en el doce o peor aún en el catorce, que pasa y no de manera infrecuente, que se haya retrasado lavando sus dientes más prolijamente que de costumbre y con ello no haya considerado tal margen de demora, o de que en la premura por salir y llegar a tiempo haya dejado olvidadas las radiografías y se haya visto en la obligación de volver a buscarlas puesto que la atención, según fue explícito en señalar el profesional, es impracticable sin los exámenes. Casos más complejos son los del grupo de pacientes como la de las diez, que suelen tener la costumbre de subestimar los tiempos de demora en los trayectos, olvidan que son ellos y no el mundo entero quien esta en ese periodo de la vida antesala de la muerte, descanso obligado, sea por no contar con la compañía del cuerpo, sea por no contar con los recursos para realizar las actividades postergadas una vida entera. La paciente de las diez esta a sus ochenta y siete en su perfecto juicio y tanto su aspecto físico como sus capacidades mentales se encuentran en condiciones de representar fácilmente unos diez o doce años menos encima. Camina sin ninguna dificultad y se sube a la camilla sin emitir quejidos que acusen algún problema de columna lumbar o un cuadro de artrosis de cadera o de osteoporosis tan común por estos tiempos. La razón por la que entre a cada cita acompañada de su marido es, por consiguiente, a juicio del odontólogo y de su asistente, consentimiento, es decir, la paciente de las diez es una consentida de su marido, que a los seis o a los ocho años, se entiende, que fulanito entre a atenderse con su madre, por comprensible temor, se comprende, nadie diría después, que cobarde es ese fulanito que no se atreve a entrar sólo, que entendemos, hablando desde la posición de los odontólogos el fundado temor con el que muchos y muchas, casi todos, acuden a atenderse con nosotros, sea porque muchas veces los procedimientos realizados son lisa y llanamente dolorosos, sea por prejuiciosos preceptos que el conocimiento popular o incluso el cine se han encargado fundar. Pero en un paciente mayor, es de esperar una personalidad resuelta, sin temores a esas alturas de la vida, con el temple y el talante que solo la madurez pueden otorgar, no como la paciente de las diez a la que hay que explicar todo a ella y todo al marido, en la que el marido opina sobre el diagnóstico, pronóstico y tratamiento de sus dientes y la cosa se transforma en verdadera junta médica, salvo que aquí el profesional al que atañe el objeto de la discusión es el odontólogo y únicamente él y los otros dos interlocutores, más él que ella, aunque las muelas sean de ella, son, como se dice, legos en el asunto, actúan, no obstante, él mas que ella, como si no lo fuesen, y discuten y debaten, él más que ella, que cualquiera diría que se trata de una cátedra en alguna de nuestras facultades o en un congreso internacional de odontólogos. Es por ello que el odontólogo recuerda con exactitud el nombre de la paciente de las diez, más incluso que aquella chica de los ojos cafés y el escote abultado que no tiene muy claro si se llama de tal o cual manera, de la de las diez no. Sabe perfecto que es la señora de ochenta y tantos, pero que se ve como de sesenta, que está en perfectas condiciones pero que el marido acompaña hasta en sus respiraciones, a la antigua, muy machista, en donde ella no toma decisión alguna por si misma, ni siquiera en lo que concierne a su propio cuerpo, no sería raro que fuesen hasta el baño juntos, pensaba, que él inspeccionase lo que había hecho y que limpiase luego sus intimidades, como si ella no fuese capaz de nada por si misma, hay quien pueda parecerle tierno y no sería errado el juicio, no obstante, irrita, molesta, altera los ánimos de los odontólogos persona hecha y derecha, adulta, autovalente, pero incapaz de tomar una sola decisión. -¿Cómo dice usted? creo que no le entendí bien -lo que oye doctor, mi marido murió la semana pasada, prosigue la mujer, fue cosa horas, de una noche, doctor, a eso de las nueve nos acostamos como de costumbre, excepto por que el se quejó de un fuerte dolor en el cuello, aquí, al lado derecho, yo le ofrecí hacerle una friega, yo siempre le hacía friegas cuando le dolía algo, a eso de la una llamamos a mi hija, en la urgencia un médico jovencito le hizo inyectar un par de calmantes y me lo mandaron de vuelta, pero no le hicieron nada, doctor, a las tres el dolor era insufrible, mi hija volvió a venir, con un vecino de su pasaje, que es de estos que atienden personas -era doctor -si, eso, era doctor, prosiguió la mujer, vino con su mujer, es enfermera la chica, muy linda, ellos saben harto, enseguida lo examinaron y el vecino dijo -esto es grave, entonces lo llevaron, yo me tuve que quedar en la casa, con otra de mis hijas, me despedí de él. En el hospital el doctor, el vecino entró con él, soy médico dijo, traigo a este señor que esta muy grave, los doctores de allí concordaron, "es grave" dijeron. A mi no me contaron nada de eso, doctor, tampoco fui al hospital, yo supe después, por el vecino, a mi me pusieron una pastilla bajo la lengua y después tengo recuerdos vagos, gente abrazandome, diciendo: usted está tan linda, parientes, amigos, cantidad de amigos, él era de muchos, doctor, yo siento como que mi viejo salió, como que fue a comprar y ya vuelve, entonces me acuerdo, solo a veces de que no, que no va a volver. Consternado, el odontólogo deseó haber sabido de masoterapia o alguna otra de aquellas formas profesionales de hacer cariño, en lugar de someter a la mujer de las diez a alguno del los dolorosos procedimientos habituales. En su mejor esfuerzo, pulió con sumo cuidado las caras visibles de sus dientes con una escobilla blanda y una pasta algo arenosa que asegura saber a frutillas. La mujer, más resuelta que nunca agradeció el gesto y se despidió con una sonrisa serena. Nunca es tarde para aprender, pensó.